Dos historias fantasticas: La LLorona y Yotsuya Kaidan, por Guillermo Quartucci, publicado en revista tokonoma 7

Dos historias fantásticas: la LLorona y Yotsuya Kaidan
Guillermo Quartucci


En todas las sociedades y culturas tradicionales existen historias de aparecidos, en su mayor parte expresadas a través de leyendas que se han transmitido oralmente de generación en generación. México y Japón, en el período histórico inmediatamente anterior a la modernización, es decir, en México en el período virreinal (1521-1823) y en Japón en la época Edo (1603-1868), son particularmente ricos en este tipo de historias.
En el Japón de los Tokugawa eran muy populares los encuentros denominados hyaku monogatari, en los que la gente se reunía para intercambiar historias de miedo, especialmente en las tórridas noches de verano. Cada uno de los participantes (que no tenían que ser cien, cien en este caso significa muchos) se sentaba frente a una vela encendida, que debía ser apagada en el momento en que terminaba de narrar su historia. Con la última historia contada y la última vela apagada, la oscuridad de la noche se adueñaba del espacio y volvía al ambiente propicio para experimentar esa particular sensación del "placer del miedo", como la denominaba Lafcadio Hearn.
En el período Edo, en Japón se produjo un boom literario de publicaciones dedicadas a este tipo de literatura, con antologías que recogían historias fantásticas autóctonas, historias importadas de China e historias importadas de China adaptadas a la idiosincrasia japonesa. También el teatro kabuki, el bunraku y las recitaciones de kaidan y kôdan eran pródigos en este tipo de narraciones, especialmente en la última etapa del período, cuando la descomposición del sistema (es decir, durante el bakumatsu) provocó una mayor demanda de temas bizarros y fantásticos. Asimismo, contribuían a este fenómeno las condiciones de vida de la época y el valor de sugerencia de unas ciudades, donde todavía era muy difícil desterrar las sombras de la noche y su consecuente carga de temor y fantasía.
En México, durante el Virreinato, si bien las historias fantásticas no tienen el alcance editorial de las japonesas, hay numerosos testimonios de un gran corpus de leyendas de aparecidos que la gente gustaba relatar en ciertas ocasiones sociales, cuando el grupo se reunía para celebrar algún acontecimiento y la oscuridad de la noche hacía propicio el momento para adentrarse en compañía en el atractivo mundo de lo oculto. Escritores del siglo XIX dejan asentado en sus memorias de la infancia, las veladas que solían pasar junto a otros niños, donde nunca faltaba una abuelita o una nana que se dedicara a entretenerlos con historias de terror.


El romanticismo del siglo XIX

Si bien las historias de fantasmas, con el propósito manifiesto de provocar la sensación del miedo, tanto en México como en Japón, nacen en los siglos anteriores, es a partir de la modernización cuando cobran un nuevo significado. La modernización de Japón comienza a partir de la Restauración Meiji, en 1868, y la de México con la Restauración de la República, en 1867, y a ambas fechas siguen cuarenta años de relativa paz y prosperidad que permiten a los círculos de escritores comenzar a plantearse de una manera novedosa las cuestiones del quehacer literario.
En los primeros años hay una euforia racionalista y positivista que lleva a los escritores de ambos países a rechazar Edo y el Virreinato, como épocas de oscurantismo y superstición que impiden el avance de la ciencia y las fuerzas sociales progresistas. En Japón, con el lema de "civilización e ilustración" (bunmei kaika) y en México con el de "orden y progreso", ambos lanzados desde arriba, se logró movilizar durante dos décadas a los grupos sociales más progresistas, incluido el de los intelectuales. Sin embargo, hacia la última década del siglo XIX, surgieron pensadores, literatos y artistas que, velada o abiertamente, criticaron la vacuidad del presente y se refugiaron en el pasado como una forma romántica de escapar a lo que ya se vislumbraba como fracaso del positivismo. Se inicia así lo que podría considerarse un desarrollo tardío, si se compara con Europa, de la corriente romántica.
En el retorno nostálgico a Edo y el Virreinato, y sobre todo en el rescate de las viejas historias de terror y espanto que parecían haberse disipado con la llegada de la electricidad y los tranvías, algunos finos intelectos de la élite de Japón y México lograron la hazaña de impedir que se perdiera la riquísima tradición fantástica, sobre todo de sus vetustas capitales. Las callejuelas de Edo, pobladas de seres extraños que medraban amparados en las sombras, y los rincones apartados de la "muy noble y benemérita ciudad de México", la capital colonial de la Nueva España, volvieron a ser escenario de historias prodigiosas como las que habían provocado el encanto y el terror de los antepasados, esta vez al filo del siglo XX. Son precisamente dos de estas historias, inmensamente populares en Japón y en México, incluso en nuestros días, el objeto de análisis de este trabajo: La Llorona y Yotsuya Kaidan.


La Llorona

De esta historia, como de todos los relatos populares que se han transmitido oralmente de generación en generación, existen varias versiones. Sin embargo, dos son las que han prevalecido. En la más antigua se decía que la Llorona era el espíritu errante de la Malinche, la amante indígena e intérprete del conquistador Hernán Cortés, quien había sido un factor determinante, junto con su pueblo, los tlaxcaltecas, en la derrota por los españoles del Imperio azteca encabezado por Moctezuma, en la tercera década del siglo XVI. Consumada la conquista y muerta ya Malinche, se aparecía en las noches su espíritu errante en las calles de la flamante capital de la Nueva España, llorando y lamentándose, arrepentida de haber contribuido a la derrota del pueblo hermano de los aztecas. Su llanto se escuchaba en todas las casas de la traza española, infundiendo el terror de cuantos lo oían, y muy pronto comenzó a correr la versión de que quien la veía enfermaría gravemente, perdería la razón o simplemente moriría. La aparición se producía en las noches de luna, cuya claridad hacía resaltar la figura de la llorosa mujer, envuelta en una delgada túnica blanca y con el cabello negro y revuelto, lo que acentuaba su carácter espectral. El fantasma, después de recorrer las calles desiertas de la ciudad aterrada, se perdía en las aguas del todavía existente lago de Texcoco. Esta versión tiene su principal exponente en José María Marroquí, cuya Llorona data de 1876.
La otra versión de la Llorona, que es la que ha llegado a nuestros días, es más útil para compararla con Oiwa, la desdichada heroína de Yotsuya Kaidan. En esta versión, la Llorona es Luisa, una guapa mujer mestiza que tiene dos hijos fruto de sus amores con un hidalgo español afincado en México. La dicha parece presidir la vida de la pareja, hasta que un día el hombre le confiesa a su amante que va a casarse con una española que acaba de llegar expresamente a México y que, además, quiere a sus hijos. La mujer, desesperada, trata de retener al hombre de todas las maneras, pero ante el fracaso, ahoga a los niños en el lago de Texcoco, e inmediatamente se suicida. Pasado el tiempo, su espectro errante se desplaza llorando a gritos por las calles de la ciudad, reclamando a sus hijos, sembrando así el terror entre sus habitantes.
Como en la otra versión, su vista puede provocar la enfermedad o la muerte, e igualmente, el fantasma se pierde en las aguas del lago. La versión en verso de Vicente Riva Palacio y Juan de Dios Peza, de 1884, opta por esta interpretación de la historia, aunque es la de José María Roa Bárcena, de 1857, la que mejor la cuenta, enmarcándola en comentarios acerca de las creencias del pueblo.


Yotsuya Kaidan

De esta historia también existen variantes, pero básicamente se reducen a dos: la pieza teatral de kabuki de Tsuruya Nanboku IV, Tôkaidô Yotsuya Kaidan, representada por primera vez en 1825, y una narración presuntamente real de los hechos que apareció en 1829, aprovechando el éxito de la pieza de Nanboku, y que describe los hechos reales que dieron lugar a la erección del santuario shintoista de Oiwa Inari, en Yotsuya.
La versión de Nanboku nos habla de Oiwa, una bella y filial muchacha, hija de un carpintero, que decide casrse con un rônin, Iemon, quien es adoptado por la familia ante la ausencia de herederos masculinos.
Iemon, un hombre ambicioso, no está satisfecho con el matrimonio, menos cuando nace el primer hijo, que lo molesta con su llanto. Además, Oiwa sufre las consecuencias del parto y debe permanecer todo el tiempo en cama. La nieta de un acaudalado vecino pone sus ojos en Iemon, pero para unirse a él trama, junto con su abuelo y el samurai, la forma de quitarse del medio a Oiwa. Con la excusa de que va a recuperar su salud, hacen beber a Oiwa un poderoso veneno, que a las pocas horas desfigura horriblemente una parte de su cara y le hace caer la mitad del cabello. Transformada en monstruo, se suicida. Cuando Iemon la encuentra, la clava en una tabla, junto con un criado fiel que descubre el engaño y es asesinado por Iemon, y arroja a ambos al río. La noche en que intenta consumar su amor con la nueva esposa, ésta se transforma en Oiwa y Iemon le corta la cabeza con la espada, para descubrir, aterrorizado, que no es Oiwa. El abuelo de la muchacha oye los gritos y cuando se aparece en la puerta del cuarto donde se ha cometido el crimen, Iemon ve en él al criado asesinado días atrás, y también lo mata con la espada. Al darse cuenta de lo que ha hecho, huye de Edo, pero al pernoctar a la orilla del río, de pronto surgen de las aguas los fantasmas enfurecidos de Oiwa y el criado, que dan cuenta de él. James de Benneville publica en 1921 una versión en inglés de esta historia que sigue en parte a Nanboku, pero que incorpora elementos aportados por la versión en kôdan de finales de Edo, también muy famosa.
La historia del santuario shintoista de Oiwa Inari, de 1827, retomada por Tanaka Kôtarô, en la década de los veinte de este siglo, cuenta que Oiwa, hija de un samurari de bajo rango, funcionario policial, enferma de niña de viruelas, como resultado de lo cual su rostro queda desfigurado y pierde un ojo. Cuando llega el momento de casarla, conociendo las dificultades que la fealdad de su hija entraña, arregla mediante un nakôdo unirla a una samurai desempleado, joven y simpático, Iemon, que anda buscando rehacer su suerte y se convierte así en el heredero de la familia de Oiwa. Un samurai amigo de Iemon, cuando se entera de que una de sus dos amantes está embarazada, pide a Iemon que se case con ella, para lo cual debe repudiar a Oiwa. Cuando ésta sabe la verdad, enfurecida, desaparece, y vuelve a aparecer, como fantasma vengativo años después, cuando ya la familia de Iemon ha aumentado en varios hijos, para ir acabando uno a uno con ellos, incluidos Iemon y su esposa, hasta borrarlos de la faz de la tierra. La superstición popular convirtió a Oiwa en un fantasma que, como la LLorona en México, aterrorizaba a los vecinos de Yotsuya, en Edo, al punto de matarlos del susto. Para apaciguar el espíritu errante de Oiwa, se levantó el santuario de Oiwa Inari, y con la veneración de su memoria, el fantasma dejó de aparecer.

Los fantasmas enfurecidos de la Llorona y Oiwa

En las dos historias que se acaban de narrar hay varios elementos comunes que hacen interesante intentar una comparación de dos culturas tan alejadas en el espacio, como son las del México virreinal y el Edo de los shogunes, no obstante, paralelas en el tiempo.
En primer lugar, el aspecto de estas dos mujeres despechadas, cuya furia y muerte antinaturales hacen que vuelvan a manifestarse en este mundo, para terror de los vivos: ambas, según la mayoría de las descripciones, aparecen con una túnica blanca y vaporosa, vestimenta talar de la Llorona, propia de los religiosos de la época, mortaja con que se envolvía a los muertos en Japón, la de Oiwa. Ambas presentan la larga cabellera suelta y desordenada, y su gesto es tan horroroso que nadie que las haya visto puede escapar a la locura o la muerte.
Asimismo, ambas mujeres en su peregrinar emiten gritos aterradores, de llanto en la Llorona, de risa sarcástica en Oiwa, que hielan la sangre de cuantos los escuchan.
También el marco en el que aparecen es muy similar: la antigua traza (centro) de la ciudad española en México y las colinas de Yamanote en Edo. Ambas ciudades, en la época premoderna, estaban casi totalmente en penumbras y la sombra de los palacios de los hidalgos españoles y de las iglesias y conventos, en México, y de las residencias (yashiki) de los samurai y los templos budistas y santuarios shintoistas, en Edo, se transformaban en formas ominosas para la imaginación popular. También ambas ciudades estaban atravesadas de canales y acequias que las hacían más sugestivas.
La hora es la medianoche: cuando las campanas de la Catedral dan las doce, en México; cuando llega la hora del buey (ushimitsudoki, la una de la mañana en el actual horario) en Edo, momento en que aparecen los fantasmas. Lo avanzado de la noche, además de propicio para el recogimiento, favorece la aparición de criaturas extrañas. Todavía las ciudades no cuentan con un sistema de alumbrado público, con lo que la noche continúa siendo el marco perfecto para el horror y el misterio.
En cuanto a las razones por las cuales estas dos mujeres no pueden encontrar la paz después de muertas, tanto en La Llorona, como en Yotsuya Kaidan, hay elementos comunes de naturaleza social y de creencias religiosas que hacen interesante la comparación.
Ambas historias ocurren en las zonas donde habita la clase social que ostenta el poder: los españoles en México, los samurai en Edo. Siempre ha habido en la imaginación popular una marcada preferencia por situar las historias más atractivas donde los ricos y poderosos viven, en una muestra clara de la fetichización del dinero y el poder. Desde el punto de vista de la tensión narrativa, el marco que prestan las áreas donde vive la gente importante, con sus edificios majestuosos e imponentes, acrecienta la eficacia del relato. Estas historias permiten al narrador de extracción popular, adentrarse, aunque sea con la imaginación, en espacios de otra manera vedados a su condición social y donde el que detenta el poder es el malvado: véase al hidalgo que seduce a la mestiza Luisa, la infeliz Llorona, o el samurai que engaña a la fea Oiwa, el desdichado espectro de Yotsuya.
Por otra parte, este tipo de narración popular, a falta de otra calidad positiva del sexo femenino que no sea la de madre abnegada y fiel esposa, convierte a la mujer, objeto pasivo de la lujuria y ambición del hombre, cuando se enoja, en una erinia capaz de aterrorizar a toda una comunidad con su sed de venganza, y en su versión extrema, un fantasma furioso que no logra la paz hasta que todos le rindan el homenaje que en su condición de mujer, el ser irracional por excelencia, se le negó en vida. El concepto de onryô, espíritu furioso, en japonés, es muy útil para definir la actitud de estos seres que existen en todas las culturas.
Tanto en la creencia cristiano-católica, como en la budista-animista populares, las personas que mueren en circunstancias violentas o bajo los efectos de una pasión muy fuerte, no pueden alcanzar la paz post-mortem hasta que se apague su estado de confusión. En el rito católico son las plegarias por las ánimas del Purgatorio - adonde van a parar los que mueren carentes de estado de gracia - las encargadas de restaurar la paz de los espíritus. En el budismo-animismo, muy mezclado en Japón, el alma de los muertos alcanzará la paz en su mundo de sombras cuando se les construya un monumento funerario, y se rece lo suficiente como para calmar su desdicha. No hay peor cosa que morir mientras se padece el sentimiento de urami. Urami, que significa resentimiento, rencor (grudge, en inglés), es junto con onryô, un concepto aplicable con mucha utilidad a otras culturas.

Comentarios

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