Ellos y Ellas, crónicas de Júlia Lopes de Almeida. Editorial Leviatán, Bs As, en traducción de Amalia Sato y con prólogo de la Dra Nadilza Moreira.



10. CUANDO ME ACUERDO… Cuando me acuerdo del escalofrío de susto que tuve anoche, al entrar con mi marido al saloncito privado del restaurante, me dan ganas de reír. Creo que me sonrojé, al ver la cara curtida del criado, cara de torero viejo, de la que no me olvidaré por el resto de mi vida. En el momento me preocupé por lo que este hombre pudiera pensar de mí; hoy me acuerdo de que en sus ojitos hinchados había menos malicia que cinismo, y tengo la convicción de que de mi persona nada quedó en su recuerdo. En todo caso este escrúpulo me sirvió de aperitivo para esa cena inesperada. ¡Era curioso que yo me preocupara con un criado! Si mi marido me exponía a comentarios era cosa suya, porque, en lo que a mí respecta, estando a su lado no era responsable por lo que pudieran pensar de mí. La ventaja de la compañía de los maridos es sobre todo ésta. Además, pobres de nosotras si no tuviéramos compensaciones… Al principio debía de parecer un poco confundida, no sólo por el recelo de ser juzgada de un modo injusto, sino porque cavilaba sobre el motivo que había llevado a mi serio y puritano marido a hacerme partícipe de esa sabrosa extravagancia … Como el lugar no se prestaba a elucubraciones complejas, me dejé dominar enseguida por el encanto de la novedad, lo cual es la sal de la vida, y me senté a la mesa, sintiendo que se deslizaba de mis hombros, en una caricia voluptuosa y lenta, mi cansada boa, ya con dos inviernos. ¡Pobre boa, cómo parecía comprender los deberes de aquel ambiente! Me saqué los guantes con un movimiento rápido y pinché una aceituna. En casa no me llaman la atención, pero ésas me parecieron excelentes, de otro origen, como si hubieran venido del sagrado Jardín de los Olivos, directamente hacia mí… Pinché otra, y otra, dándome prisa por entrar en aquella delicia de cena… ¿Y el pan? Creo que nunca comí pan tan bueno en mi vida, blanquito, tierno, un desafío a los mordiscos. Con las ganas de comer me vinieron también las de reír, las de parlotear como los niños. Me venían a la cabeza ideas originales, sentía que la garganta se me entumecía con las carcajadas. Me lancé a hablar de la comedia que acababa de ver, criticándola sin piedad. Era para mí el papel de la protagonista, lo habría hecho mejor que la insulsa que había actuado. No había ella estado a la altura, no tenía uñas de celosa. La idea de la inteligencia de las uñas para un papel de celosa dio cauce a mi hilaridad. Miré las mías; estaban muy afiladas. Si hay papeles que arañan, que hieren, que sangran, si bien de escoriaciones superficiales, aquél lo era. Convendría que las actrices entendieran que, no habiendo nada inerte en un cuerpo vivo, cada una de las partes que lo componen tiene su expresión elocuente y visible. Si lo supieran, no usarían nunca cabelleras postizas. El cabello muerto, en tanto no sea el caso de historias del otro mundo, es una estupidez intolerable; nunca se eriza, en una impresión de horror; nunca se desordena, languideciente en una conmoción amorosa, nunca se siente recorrido en cada hebra por la vibración de las sensaciones del individuo del que es parte… aparentemente; no puede por lo tanto sino resultar un estorbo a la plena irradiación intelectual y moral de una figura en las tablas. ¿Cuál era en este asunto la opinión de mi marido? Ni se dignó emitir opinión. Recorría el menu con mirada experta. Lo observé. ¿En verdad aquel hombre que allí estaba apoltronado, con sus lentes de oro, el cuello alto de la camisa que le luce con la barba rubia en pico, claro como un alemán, en una pose abandonada, tan diferente de su acostumbrada altivez de profesor catedrático, sería realmente mi marido?! ¿Y sería posible que un marido causara sorpresas agradables a su mujer, después de tantos años de matrimonio? ¿Por qué proceso milagroso, volví a pensar, habría el mío, siempre tan severo en cuestiones de recato, llegado a aquella tolerancia de llevarme, después del teatro, a comer ensalada de langosta y pechugas de perdiz, en un cuarto reservado, armado en un hotel para parejas sospechadas? Totalmente olvidada del resentimiento de esa mañana, cuando él armó un revuelo en la casa por la simple razón de haber encontrado una manchita casi imperceptible de anil en el borde un puño, ¡lo encontraba ahora encantador! Quien inventó la maldita moda de almidonar la ropa de hombre ha de estar todavía chillando en las calderas del infierno. Y que chille por muchos siglos todavía, como venganza de las esposas pacientes … Pero afortunadamente en ese momento el asunto no era la ropa blanca, y pinché otra aceituna, ansiosa por lo que todavía faltaba. Seguro de que yo elegiría mal los manjares, mi marido no me consultó y pidió platos y vinos a su gusto; mientras, yo aventuraba una apreciación sobre la última escena de la obra, que había irritado mi espíritu de mujer. En tanto las señoras no ejerzan en la platea el derecho de pataleo que compete a todo espectador, los comediógrafos terminarán siempre sus finales de acto adulando a los hombres. Nuestros tacones tipo Luis XV no tienen opinión a juicio de los autores teatrales, pero un día llegará en que ellos sepan retumbar para imponer algún respeto… Con esta idea me eché a reír, segura de que mi piedad nunca me permitiría tal violencia. Las mujeres consideran el ridículo como la mayor de las desgracias y es esta cualidad de respeto por la infelicidad ajena lo que hace que parezcan a veces menos agudas de entendimiento de lo que realmente son… Hablaba y me reía sola, como una máquina a la que hubieran dado cuerda, cuando las vulgares manos del criado me presentaron el plato de ensalada, a la que no le faltaba nada. ¡Y eso que es muy difícil que no le falte nada a una ensalada! Un poco de vino que a mi marido le pareció pésimo y que a mí me resultó delicioso naturalmente, porque el paladar de las mujeres es más fácil de contentar, aumentó mi deseo de reír. A mis oídos mis carcajadas tenían el sonido de la risa de una quinceañera; como si se quebraran dentro de mí ideas de cristal que se iban soltando, una tras otra… Mi deseo era levantarme de mi lugar, sostener con ambas manos las puntas del bigotazo colorado de mi marido y besarlo en la boca, en un largo y mudo agradecimiento por aquel regalo de la cena, ¡tan inesperado! Hacía media hora que hablaba sola. Fijó en mí con extrañeza sus claros ojos azules, masculló un monosílabo y sacó, de las misteriosas profundidades del bolsillo de su sobretodo, una hoja del periódico de la tarde, doblada en cuatro, que desdobló, y se puso a leer. Naturalmente, el criado se dio cuenta enseguida de que éramos marido y mujer… Y aunque parezca mentira, me sentí ahora humillada… Leía todo para sí, en silencio. Empecé a sentir que me faltaba algo en medio de eso… Observé de inmediato, con mirada aguda: ¿Flores? Había flores. ¿Manteca? La que había era soberbia. ¿Agua? Allí estaba la jarra. ¿Sal? Allí estaba el salero. El mantel era de lino, fresco; la servilleta bien lavada … ¿Qué sería? Llené de nuevo mi vaso, contuve mis ganas de reír; miré a mi marido. Estaba serio, con las cejas contraídas. Con una fisonomía que revelaba una gran concentración. Me sobresalté: - ¿Murió algún conocido? - ¡Vaya idea! – se dignó responderme. - Estás tan serio … ¡De qué se trata, dime! – supliqué. - De cosas que tú no entiendes ni te interesan. Política … Y volvió a sumergirse en la lectura. La ensalada se acababa; sólo unas hojitas reblandecidas flotaban en la salsa de la terrina. ¡El gas daba calor! El criado se había esfumado. Me desabotoné el cuello de la blusa y pensé que sería dulce que mi marido me viniera a besar el cuello … Al imaginar la escena, me reí de nuevo, me reí alto, reí tontamente. El me miró espantado: -¿De qué te ríes? - De nada … La ensalada estaba divina … - Es bueno que lo sepas; observa, para enseñarle a Emilia. Fíjate que Emilia está cocinando pésimamente, cada vez peor. Si sigue así, voy a cenar fuera de casa. Hoy no cené. ¿Lo notaste? No lo notaste: tú no ves nada. Pues mira: no hacer problemas un hombre por el sueldo o el dinero para gastos y verse mal atendido, es triste. Es triste … pensé yo también dentro de mí, sintiendo que se me escapaban, como por encanto, todo el apetito y todas las ganas de reír. Ahora él se solazaba: -Tu único defecto es no querer ver lo que se planea y lo que se hace en casa. Emilia, bien dirigida, sería aprovechable; no es estúpida. Enséñale, de lo contrario es como te dije y repito: me iré a cenar fuera de casa. Cuando llegaron las pechugas de perdiz estudié bien el plato, para describírselo a Emilia; pero sentí algo en la garganta que me impedía probarlo, lo cual no fue problema alguno, pues mi marido se comió las dos porciones, confirmando el buen sabor del manjar. Se resarcía de la mala cena. Limpiándose el bigote, mojado con vino, agregó con el modo más natural del mundo: -Tengo que llevarte a almorzar un día a un hotel, sólo para que veas lo que es un bife; allá en casa ¡ni siquiera la carne saben elegir! “Sólo para que veas lo que es un bife”… Esta frase banal quedó resonando en mi cerebro, hasta que mi marido me preguntó ya en otro tono: -¿Quieres postre? -No quiero nada más. -Entonces vamos a nuestra casita. Estoy ansioso por volver; verdaderamente no hay nada … pero ¿qué es esto? ¿Lloras? Te traigo al teatro, vengo contigo a una cena en uno de los mejores hoteles y donde pocos maridos traen a sus mujeres, no te falta nada y lloras. Realmente, eres incontentable. De haberlo sabido, habría venido solo. “Y yo no habría visto la ensalada para explicársela a Emilia”, pensé para mí, y después respondí, intentando dominar mi conmoción ridicularizándola un poco: -No lloro, la culpa es del vino. Se me subió a los ojos … Sabes, no estoy acostumbrada… Y me reí, me reí nerviosamente, me reí dolorosamente. Y él se reía también, ahora, abotonándome el cuello, colocándome sobre los hombros la boa abandonada, llevándome a casa como a una cosa inconsciente colgando de su brazo sereno, de su brazo protector…

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