FOSCO MARAINI. CASAS, AMORES, UNIVERSOS.


Fosco Maraini (1912-2004) Etnólogo, orientalista, alpinista, fotógrafo, escritor y poeta. Florentino y ciudadano del mundo. Niño rebelde y vivaz, interesado en los libros sobre Oriente que atesora la madre inglesa, testigo de las conversaciones de su padre escultor con sus amigos, los refinados ingleses italianizados de Toscana, “aburridas visitas” a los ojos del pequeño, como D.H.Lawrence, Bernard Berenson o Aldous Huxley. El conocimiento de Giuseppe Tucci con quien comparte una expedición al Tibet será uno de los estímulos para periplos sin fin que lo llevarán también a Japón antes de la guerra. Allí pasará años con la bella esposa Topazia , pintora siciliana y sus tres hijas Dacia, Yuki y Toni, será lector de italiano en las universidades, investigará la cultura ainu, tendrá residencias en Sapporo y Kioto. Al estallar la guerra, por negarse al igual que su mujer a jurar lealtad a la República de Salò, lo internan con toda su familia en un campo de concentración en Nagoya. Como protesta ante las inhumanas condiciones de vida en el lugar, se corta el dedo meñique de la mano izquierda ante los comandantes, gesto que le vale contar con un huerto y una cabra. Así de arriesgada fue siempre su vida. En esta novela autobiográfica, Casas, amores, universos, él es Clé y Topazia Malachite; los modos de esa primera mitad del siglo XX, los tiempos gentiles de un mundo académico donde es un privilegiado, el inquieto panorama intelectual de un Japón objeto de estudio y de placer por parte de los estudiosos extranjeros allí establecidos , narrados demoradamente por este “maestro italiano de nuestro tiempo”, en la valoración del Premio Nomina que le concedieron en su país. En otro de sus libros, Giappone Mandala, (Japan: Patterns of Continuity, en la traducción al inglés) buscaba la conjunción de fotos con ideogramas, creando su personal Imperio de los signos. La cubierta de Mondadori para Case, amori, universi, del cual presentamos un fragmento, muestra una foto de su autoría: un equilibrista subido a una escalera desafiando el vacío. La lutta col nulla. “Liberado de la gravosa esclavitud de la crónica al microscopio”, el testimonio de quien vivió,como gustaba decir, construyendo puentes entre su “endocosmos” y el “exocosmos”. ----------------------------------------------------------------------------------------------------- V. Los años del Sol Naciente: Kioto Las cosas del Japón, tan diferentes de estas de nuestra Europa y de las de casi todo el mundo… A. Valignano, El Ceremonial para los Misioneros en Japón (1565, ca) … este infernal país que es Japón, donde todo es Lenguaje, todo signo, del mito a la sopa, de la ideología a la vida! A. Abrasino, “Corriere della Sera”, 2 abril 1975. Qué maravillosa experiencia es para un egiptólogo, entrar en contacto directo, en Japón, con una civilización viva que puede compararse, desde cierto punto de vista, con aquella de la que admiramos y estudiamos las obras de otros tiempos. En el Egipto faraónico, así como en el Japón de ayer y casi todavía en el actual, una nación se integra al cosmos culminando en un Emperador, él mismo en relación con los dioses. J. Leclant, Reflexiones de un egiptólogo en un Santuario Shinto. Nuestro Japón es tierra de dioses, tierra de fe. Por eso plantas, pájaros, animales, insectos, piedras se multiplican y son más bellos que los de otros países… Hiraga Gennai. 1. En el barrio Pozo del Pájaro que vuela En 1941 regresar a Italia se había vuelto imposible: todas las comunicaciones internacionales estaba bloqueadas por al guerra. Mientras tanto la beca de estudio del gobierno japonés llegaba a su fin y no estaba prevista ninguna renovación. Clé y su familia se habrían encontrado en serias dificultades, si la universidad de Kioto no hubiera ampliado su programa de enseñanza de italiano disponiendo el agregado de un lector nativo. El puesto se lo ofrecieron a Clé, quien lo aceptó como única solución a sus problemas y a los de su familia. La partida de Sapporo fue a fines de abril. En la estación se había reunido una pequeña multitud de amigos y conocidos para saludar a Malachite, Dafne, la pequeña Yuri y Clé. Estaban presentes claro los adorables Lane, Matilde cuyo nombre pronunciaban Machirudo, el profesor Hecker con su hijo adoptivo Yoshiro y su novia Hiroko, Hiro Miyazawa, el jovencito Takeda, así como algunos compañeros de alpinismo y de esquí, del Club Alpino Académico de Hokkaido y del Club de Esquí de Sapporo. El profesor Kodama había enviado a su asistente en representación del Instituto de Anatomía de la universidad de Hokkaido, del cual formalmente Clé era miembro. Ninguno de los Ainu había venido desde sus lejanas aldeas (demasiada distancia y poco dinero), pero unas doce cajas que contenían casi quinientos objetos ainu, recogidos por Clé durante sus años ainu en Hokkaido, ya habían sido enviadas a Kioto. (Una afortunadísima serie de circunstancias permitió a Clé salvar la colección, de gran valor etnográfico, de los peligros de la guerra, y de los propios de un viaje larguísimo, logrando acercarla a Florencia, donde más tarde, en 1954, encontró su lugar en el Mueso de Antropología y Etnología de la universidad). El día se presentaba sereno, con un pertinaz vientito del norte. Todas las montañas en torno a Sapporo, blancas por la nieve. Clé las observaba con nostalgia: “¡Adiós monte Teine, donde Hiro y yo tuvimos la experiencia de acampar en un iglú!”. Y poco después de la partida aparecieron en las ventanillas del tren los volcanes apagados de Niseko, recorridos tantas veces despreocupadamente a lo largo y a lo ancho. ¡Cuántas hilachas del corazón abandonadas para siempre entre esos montes solitarios y remotos! Malachite y Clé conocían Kioto, pero solo como turistas, por su visita a la ciudad en otoño de 1939. Ahora había que establecerse allí por tiempo indeterminado, tal vez un largo tiempo, y sobre todo había que buscar una casa. Por suerte los medios no disminuían; el sueldo de un lector extranjero era bastante mejor que el de un profesor japonés. Y además - ¿por qué no recordarlo con gratitud?- , el doctor Raimondi había conseguido para Clé un suplemento adicional, tramitado ante el ministerio de Asuntos Extranjeros y la Embajada, el cual ayudaba mucho a Malachite y a las niñas en sus necesidades. La conducta del doctor Raimondi en Florencia era por cierto la de un generoso Júpiter Olímpico que sentenciaba: si te ayudas, Dios te ayuda. En todas partes, en el panteón de los laicos había un Kami, un dios menor, destinado a las casa, y Clé pensaba a menudo sonriendo: ¡Seré su fiel devoto! Desde su nacimiento el muchacho había tenido siempre la fortuna de vivir en lugares casi ideales; la villa de Ricorboli ni qué hablar, o la más nueva en Gelsomino con sus encantos, la torre de Marsili, la Granja de Saraillon en Aosta, la casa de la Calle Once en Sapporo… A todas las había adivinado ese Kami bribón y benevolente. ¿Sucedería ahora de nuevo? Por el momento, Clé – una vez ubicadas Malachite y las niñas en un hotel de Tokio – se había instalado en el así llamado Club de la universidad de Kioto, un pensionado donde le brindaban las mejores condiciones. Fue allí donde conoció a los Uriu, una joven pareja sin hijos: él era corresponsal del diario “Asahi”, y ella trabajaba en el Club como jefa de personal. Miki Uriu era bastante alta para ser una japonesa: delgada, graciosa, sonriente, extremadamente emotiva, pasaba de las lágrimas a la risa varias veces en pocos minutos de conversación. Vestía siempre kimonos del sobrio gusto shibui. “Quédese tranquilo, verá que le encontraremos pronto una excelente casa a usted y los suyos” decía, corriendo de aquí para allá, para desaparecer en su oficina para hacer llamadas telefónicas. Entretanto Clé se había presentado en la Universidad y había conocido al profesor Masatoshi Kuroda, titular de la cátedra de italiano en ese tiempo. Era era un hombre de casi cincuenta años, alto, flaquísimo, de cabellos y pupilas de un negro absoluto, con una notable barba bien rasurada, de la cual sobresalían dos bigotes vagamente hitlerianos bajo la nariz. Clé ya había entrenado largamente su mirada en Hokkaido, e individualizaba a menudo a esos purísimos japoneses en los cuales, por algún capricho de los cromosomas o el adn, se manifestaban algunas características de los pueblos septentrionales (Emishi, Ebisu, Ainu y otros) con quienes los japoneses de Yamato habían hecho por siglos la guerra en las fronteras. Evidentemente la guerra no fue un fenómeno permanente, y hubo períodos , hasta prolongados, de tregua dedicados al comercio, y tal vez a las alianzas y los matrimonios mixtos, con trasvasamiento de genes de un grupo a otro. La fuerte, o destacadísima, pelosidad facial y corporal de algunos japoneses se atribuye a contactos genéticos con los pueblos del Norte. El profesor Kuroda pertenecía probablemente a este interesante grupo. Además tenía un rostro profundamente esculpido (digamos a lo Pasolini) que lo hacía asemejarse mucho más a un nativo de Hokkaido. Dejando aparte estas disquisiciones de antropología física, el profesor Kuroda era una persona exquisita, siempre presta toda clase de gentilezas. Sufría quizá de cierto complejo de inferioridad, pero Clé había aprendido sobradamente que, en las relaciones con los otros, esta condición se convierte en una gran virtud, que lleva a premuras de todo tipo. Lo importante, en el plano ético, es, de parte de los otros, no aprovecharse de eso. El profesor Kuroda sabía bien el italiano escrito y literario, estaba de heho traduciendo Il Principe de Niccolo Machiavelli, pero en el horizonte de lo hablado tambaleaba bastante. Como le sucede a muchos japoneses, no lograba distinguir claramente entre la l y la r, decía “Rondon” por London y “Ruoma” por Roma, y ni siquiera de modo regular, sino como le viniera en gana. Confundía también la b con la v, hesitando en la pronunciación de “Benezia” por Venecia y “Vologna” por Bologna. En cuanto a las sílabas gli, gni y semejantes, era mejor que se las saltara. Uno de los primeros días tras el arribo de Clé a Kioto, el profesor Kuroda se presentó en el Club de la universidad, para anunciar con una inmensa sonrisa: “Hoy me gustaría conduciru aru señoru Ruaimondi a visitar la “Birra Imperiale” de Shuugaku-in..” Clé, en un primer momento, ya bien consciente de la importancia adquirida en Japón, desde fines del 1800 en adelante, por la rubia bebida germánica, pensó (¡pero solo por un segundo!) que existía en Kioto una empresa de producción con licencia para jactarse con el prestigioso adjetivo “imperial”. Luego comprendió que se trataba de una dificultad lingüística, y que la meta de la salida propuesta era la “Villa Imperial” del Shuugaku-in en las afueras de Kioto. Posterguemos por algunas páginas la visita a la Birra Imperial. Regresemos en cambio al Club de la universidad y a las llamadas de la señora Uriu. “Ah!” exclamó la señora y corrió hacia la mesa de Clé en el curso de una comida. “Parece que hay algo… Dicen en la universidad que un profesor americano, Mister Thomas, ha retornado hace poco a los “Estados”, y que su casa debe estar libre. No pertenece a la universidad, sino que es privada, así que será más cara. Para compensar esto parece que es muy bella. ¿Cuándo le gustaría ir a a verla? ” Esa tarde el matrimonio Uriu acompañó a Clé a ver la famosa casa. Desde el Club el grupito caminó durante algunos minutos hacia el norte, cruzando la entrada principal de la universidad y atravesando la calle que conduce al Pabellón de Plata (Ghinkaku-ji), famoso templo y jardín de Kioto. Más adelante pasaron por el portal de madera de un templo budista conocido con dos nombres. Oficialmente llamado Chion-ji (Templo de la Gratitud), pero popularmente conocido como Hyakumanben (Un millón de veces). En 1331 hubo en Kioto una peste que causó muchos muertos; el abad del tempo hizo repetir un millón de veces una célebre plegaria breve útil para la salud, cuyos mágicos efectos pronto se hicieron evidentes. Como recuerdo, el templo fue rebautizado “Un millón de veces”. En los países budistas la palabra “templo” no indica (como podría imaginar el lector occidental) un solo edificio, no es un paralelo de los términos “iglesia”, “mezquita”, “sinagoga”. Templo (tera o, como sufijo, ji) indica un vasto conjunto, un complejo de edificios y espacios libres, casi siempre ordenados como jardín. En el caso en cuestión, traspasado el portal de ingreso se presentó a los ojos de Clé un espacio cubierto de pedregullo al final del cual se alzaba el pabellón principal, flanqueado por otros edificios menores destinados a diversos usos. El conjunto pertenecía, como ya dije, a la secta Joodo, una de las principales en el panorama del Budismo japonés. El templo no era muy antiguo, como suele suceder hubo incendios y reconstrucciones (la última de 1662), pero los diseños originales se respetaron siempre rigurosamente, en cada ocasión. De alguna manera la madera del sagrado edificio había, con el tiempo, madurado, se había cocido, por así decirlo, adquiriendo una preciosa pátina de un marrón oscuro. Después de cruzar varios pabellones de Un millón de veces, el grupito llegó a un portal secundario sobre una callecita de pedregullo, flanqueada por casas bajas de impecable presencia tradicional, y por jardines rodeados por muros bajos bien arreglados donde florecían gardenias. “Esta es la casa” exclamó Miki Uriu, apuntando con la mano un edificio de aspecto neutro pero sólido, menos cuidado que las villas vecinas, con algunos árboles y un jardín desprolijo, cercado por un muro de la altura de un paseante. “Eximio Kami de las casas, gracias” murmuró Clé, sonriendo interiormente. “Una vez más lo has logrado, simpático truhán.” En verdad la casa bien podía calificarse de ideal, se parecía a aquella de la calle Once, abandonada hacía poco en Sapporo. Estaba concebida a la occidental, es decir con habitaciones con piso de madera, no con las esteras tatami a la japonesa, por lo tanto con sillas y mesas en el comedor, el salón y el estudio, y con camas en los dormitorios; incluso el baño era a la occidental. Además había una cómoda cocina y dos cuartos a la japonesa para la cocinera y los eventuales ayudantes domésticos. Malachite, apenas llegada de Tokio, se puso contentísima, y ¡sí que se había vuelto, con el tiempo, bastante difícil de contentar! Por las ventanas se disfrutaba de una vista que no tenía nada en común con aquellas dramáticas y espléndidas de la torre de Marsili o de Fiesole, pero que a su humilde y casta manera era exquisitamente carácterística del viejo Japón. Se ha dicho tantas veces que la arquitectura sino-coreo-japonesa es una obra de techos; los cuales se presentan con curvas medianamente acentuadas, medianamente elegantes. Se ha incluso supuesto que estas curvas venían del Norte, de la costumbre por parte de los nómades de hacerse las tiendas con pieles de animales y de sostener sus bordes con palos. En suma, de las ventanas se adivinaba, en medio de una dulce confusión de ramas de pino, la parte más alta del gran techo que cubría el pabellón mayor en el templo de Hyakumanben. Se adivinaban también, de abajo hacia arriba, los perfiles verdísimos de las colinas que limitan con Kioto al este, y que culminan en el Monte Hiei (843 metros). La localidad donde los Raimondi iban a instalarse se llamaba Asukai-choo, esto es “Barrio del Pozo de Asuka”. Asuka a su vez significaba “Pájaro que vuela”. En suma, completo significaba “Barrio del Pozo del Pájaro que vuela”. Nombre curioso, pero típico y pleno de referencias históricas. Hace miles de años, en la era Heian (794-1185) se llamaba asuka a ciertos cantos populares. El nombre fue adoptado por un poeta y campeón de kemari, (una suerte de pacato y ceremonial juego de balonpié), famosísimo en la sociedad elegante de su tiempo, quien lo transmite a sus descendientes, evidentemente establecidos en esa zona de Kioto. Era definitivamente un nombre altamente miyabiyaka, como le explicó Miki Urui a Clé, esto es “antiguo y gentil”. De Case, amori, universi, por Fosco Maraini (Mondadori, diciembre 1999). Traducción: Amalia Sato. ***********************************

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